miércoles, 25 de marzo de 2009

viernes, 9 de enero de 2009

charles dickens: tiempos dificiles.

CAPITULO V

LA NOTA TÓNICA.

Coketown, hacia donde los señores Bounderby y Gradgrind caminaban ahora, constituía el triunfo del realismo; estaba esa población tan horra de fantasía como la mismísima señora Gradgrind. Vamos a dar la nota tónica de Coketown antes de empezar la canción.
Era una ciudad de ladrillo rojo, es decir, de ladrillo que habría sido rojo si el humo y la ceniza se lo hubiesen consentido; como no era así, la ciudad tenía un extraño color rojinegro, parecido al que usan los salvajes para embadurnarse la cara. Era una ciudad de máquinas y de altas chimeneas, por las que salían interminables serpientes de humo que no acababan nunca de desenroscarse, a pesar de salir y salir sin interrupción. Pasaban por la ciudad un negro canal y un río de aguas teñidas de púrpura maloliente; tenía también grandes bloques de edificios llenos de ventanas, y en cuyo interior resonaba todo el día un continuo traqueteo y temblor yen el que el émbolo de la máquina de vapor subía y bajaba con monotonía, lo mismo que la cabeza de un elefante enloquecido de melancolía. Contenía la ciudad varias calles anchas, todas muy parecidas, además de muchas calles estrechas que se parecían entre sí todavía más que las grandes; estaban habitadas por gentes que también se parecían entre sí, que entraban y salían de sus casas a idénticas horas, levantando en el suelo idénticos ruidos de pasos, que se encaminaban hacia idéntica ocupación y para las que cada día era idéntico al de ayer y al de mañana y cada año era una repetición del anterior y del siguiente.
Estas características de Coketown eran, en lo fundamental, inseparables de la clase de trabajo en el que hallaba el sustento; como contrapartida, producía ciertas comodidades para la vida que hallaban colocación en todo el mundo y algunos lujos que formaban parte (no quiero preguntar hasta qué punto) de la elegancia de las damas, a las que era insoportable hasta el nombre mismo de la ciudad. Los rasgos restantes teníalos la ciudad por voluntad propia, y eran los que detallamos a continuación.
En Coketown no se veía por ninguna parte cosa que no fuese rigurosamente productiva. Cuando los miembros de un credo religioso levantaban en la ciudad una capilla (y esto lo habían hecho los miembros de dieciocho credos religiosos distintos), construían una piadosa nave comercial de ladrillo rojo, colocando a veces encima de ella una campana dentro de una jaula de pájaros, y esto únicamente en algunos casos muy decorativos. Había una solitaria excepción: la iglesia nueva. Era un edificio estucado, con un campanario cuadrado sobre la puerta de entrada, rematado por cuatro pináculos que parecían patas de palo muy trabajadas. Todos los rótulos públicos de la ciudad estaban pintados, uniformemente, en severos caracteres blancos y negros. La prisión se parecía al hospital; el hospital pudiera tomarse por prisión; la Casa consistorial podría ser lo mismo prisión que hospital, o las dos cosas a un tiempo, o cualquier otra cosa, porque no había en su fachada rasgo alguno que se opusiese a ello. Realismo práctico, realismo práctico, realismo práctico; no se advertía otra cosa en la apariencia externa de la población, y tampoco se advertía otra cosa que realismo práctico en todo lo que no era puramente material. La escuela del señor M'Choakumchild era realismo práctico, la escuela de dibujo era realismo práctico, las relaciones entre el amo y el trabajador eran realismo práctico y todo era realismo práctico, desde el hospital de Maternidad hasta el cementerio; todo lo que no se podía expresar en números ni demostrar que era posible comprarlo en el mercado más barato para venderlo en el más caro no existía, no existiría jamás en Coketown hasta el fin de los siglos. Amén.
Es de suponer que una ciudad consagrada a lo práctico y que en lo práctico se había labrado una personalidad viviría sin dificultades, ¿no es cierto? ¡Pues no, señor! ¡Ni muchísimo menos! ¿Que no? ¡Válgame Dios!
No, señor; Coketown no salió de sus propios hornos en todos los aspectos, como sale el oro del fuego. En primer lugar, existía en la población una incógnita que producía perplejidad: ¿quién pertenecía a los dieciocho credos religiosos de que hemos hablado? Si alguien pertenecía a ellos, no era, desde luego, ningún miembro de la clase trabajadora. El espectáculo que se ofrecía a la vista paseando por las calles el domingo por la mañana resultaba por demás extraño; el bárbaro voltear de las campanas, que sacaba de quicio a los enfermos y a las gentes nerviosas, no conseguía arrancar sino a muy pocos trabajadores del propio barrio, de las habitaciones completamente cerradas, de las esquinas de sus calles, donde pasaban el tiempo sin prestar oídos a aquellas llamadas, contemplando todo el ajetreo de iglesias y capillas, como si nada tuviese que ver con ellos. No eran sólo los forasteros quienes habían reparado en este fenómeno; existía en el mismo Coketown una organización ciudadana cuyos miembros se hacían oír en todos los períodos de sesiones del Parlamento con sus indignadas peticiones de que se dictasen leyes para compeler por la fuerza del Estado a los trabajadores a que acudiesen a las prácticas religiosas. Se fundó también la Sociedad de Abstemios, que se lamentaba de que esos mismos trabajadores se emborrachasen, demostrando con estadísticas que, en efecto, se emborrachaban, y demostrando en reuniones en las que sólo se tomaba el té que no había incentivo, ni humano ni divino, como no fuese una condecoración, capaz de inducirlos a romper con la costumbre de emborracharse. Vinieron a continuación el farmacéutico y el boticario con otras estadísticas, en las que se demostraba que cuando no se emborrachaban fumaban opio. Siguió a éstos el capellán de la prisión, hombre experimentado, que presentó más estadísticas, que anulaban las precedentes, demostrando que esos mismos trabajadores acudían a infames reuniones, celebradas clandestinamente y en las que se cantaban canciones obscenas y se bailaban danzas indecorosas, en las que acaso tomaban parte todos ellos. Allí había sido donde A. B., joven que iba a cumplir veinticuatro años y condenado ahora a ocho meses de aislamiento, se había desgraciado, según manifestación suya (aunque nunca había sido hombre cuya palabra mereciese mucho crédito), teniendo la completa seguridad de que, de no haber mediado semejante circunstancia, habría sido un modelo insuperable de moralidad. A todos ellos se agregaron el señor Gradgrind y el señor Bounderby, esos dos caballeros que en el actual momento de nuestra historia caminaban por las calles de Coketown, los dos eminentemente prácticos, y que podrían, llegado el caso, exhibir más estadísticas aún, sacadas de su propia experiencia personal e ilustradas con ejemplos que ellos habían visto y conocido. De estos ejemplos deducíase claramente -para decirlo en una palabra, constituían el único dato digno de crédito- que esos mismos trabajadores eran, en conjunto, unas malas personas, sí, señor; que se hiciese lo que se hiciese por ellos, jamás lo agradecerían, no, señor; que eran unos seres inquietos, sí, señor; que jamás sabían ellos mismos lo que querían, que comían de lo mejor y compraban la mantequilla fresca, que exigían café Moka y rechazaban la carne que no era de primera y que, a pesar de todo esto, se mostraban eternamente descontentos e ingobernables. Su caso hacía recordar la moraleja de aquella fábula que se cuenta a los niños:

Era una viejecita ochentona.
¿Qué creéis que hizo la bribona?
Se mantenía de carne y de ron; ron y carne eran
siempre su ración,
y aun con eso, la vieja, a los ochenta,
siempre estaba quejosa y descontenta.

Y pregunto yo ahora: ¿Es posible que exista alguna analogía entre el caso de la población de Coketown y el caso de los hijos del señor Gradgrind? Desde luego, y a estas alturas, no hace falta que se nos diga a ninguno de los que pensamos serenamente, y estamos familiarizados con los números, que en la vida de los trabajadores de Coketown se había descartado durante veintenas de años deliberadamente, aniquilándolo, uno de los elementos primordiales de la existencia; que dentro de ellos se albergaba la Fantasía, reclamando que se le permitiese llevar una vida saludable en lugar de obligarla a luchar convulsivamente; que cuanto más tiempo y con mayor monotonía trabajaban, más fuerte era dentro de ellos el anhelo de algún descanso físico, de alguna distracción que despertase el buen humor y la alegría y que les sirviesen de válvula de escape; por ejemplo, alguna diversión sana, aunque sólo fuese un baile honrado, a los acordes de una rondalla de instrumentos de cuerda, o alguna pequeña fiesta bulliciosa en la que no metiese mano ni siquiera el señor M'Choakumchild. Este anhelo tenía que ser satisfecho sin tardanza, o, de lo contrario, sobrevendrían inevitablemente conflictos mientras no se cancelasen las leyes por las que actualmente se rige la creación.
-Este individuo vive en Pods End, pero yo no estoy muy seguro hacia dónde cae Pods End -dijo el señor Gradgrind-. ¿Usted lo sabe, Bounderby?
El señor Bounderby sabía que quedaba por el centro de la ciudad, pero no tenía ningún detalle concreto. Se detuvieron, pues, unos momentos, buscando orientarse.
Casi en el mismo instante dobló la esquina de la calle, corriendo a paso ligero y con expresión de susto, una muchacha, a la que el señor Gradgrind conoció en seguida, y por eso exclamó:
-¡Hola! ¡Detente! ¿A dónde vas corriendo? ¡Detente!
La niña número veinte se detuvo, jadeante, e hizo una genuflexión. El señor Gradgrind le dijo entonces:
-¿Cómo es eso de ir corriendo por las calles de una manera tan poco decorosa?
-Es que..., es que me perseguían, señor -dijo, sin aliento, la muchacha-. Y yo quería ponerme a salvo.
- ¿Que te perseguían? -replicó el señor Gradgrind-. ¿Y a quién se le ha ocurrido perseguirte?
La pregunta fue contestada de un modo inesperado y súbito por un muchacho descolorido, Bitzer, que dobló la esquina con tal velocidad y tan ajeno a encontrar un obstáculo, que fue a chocar de cabeza contra el chaleco del señor Gradgrind, y de rebote fue a parar a mitad de la calle.
-¿Qué significa eso, muchacho? -exclamó el señor Gradgrind-. ¿A dónde ibas? ¿Cómo te atreves a lanzarte de ese modo contra nadie?
Bitzer recogió la gorra, que la había perdido en el choque, retrocedió, se tocó la frente con los nudillos de los dedos y se excusó diciendo que se trataba de un accidente.
- ¿Era este muchacho quien te perseguía, Jupe? - preguntó el señor Gradgrind.
-Sí, señor -contestó la muchacha, aunque a disgusto.
-¡No, señor! -gritó Bitzer-. No la perseguí hasta que ella echó a correr para escaparse de mí. Esta gente de circo habla sin ton ni son, señor; tienen fama de hablar sin ton ni son. Tú sabes demasiado -dijo, volviéndose hacia Cecilia- que la gente de circo habláis sin ton ni son. Eso lo saben en esta ciudad todos, señor..., todos, señor, tan cierto como que los titiriteros ignoran la tabla de multiplicar -Bitzer quiso ganarse con esto al señor Bounderby.
-¡Me dio mucho miedo con los visajes que me venía haciendo! -dijo la muchacha.
-¡Oh! -exclamó Bitzer-. Ya veo que tú eres como tu gente. ¡Una completa titiritera! Señor, ni siquiera la he mirado. Le pregunté si sabría mañana la definición del caballo y me ofrecí a repetírsela, pero entonces ella echó a correr y yo la seguí, señor, con la intención de que supiese responder cuando se lo preguntasen. Si no hubieses sido tú también titiritera, no habrías contestado esa mentira malintencionada.
-Por lo que veo, los chicos saben muy bien cuál es la profesión de esta muchacha -hizo notar el señor Bounderby-. Dentro de una semana habría estado toda vuestra escuela fisgando en fila.
-Me está pareciendo que sí -le contestó su amigo-. Bitzer, da media vuelta y lárgate a tu casa. Jupe, espera un momento. ¡Que no vuelva a saber yo que corres de esa manera, muchacho, o sabrás tú de mí por intermedio del maestro de la escuela! Ya me entiendes. ¡Largo!
El muchacho interrumpió su rápido pestañeo, volvió a darse en la frente con los nudillos de la mano, dirigió una mirada a Cecí, dio media vuelta y se alejó.
-Y ahora, muchacha -prosiguió el señor Gradgrind-, condúcenos a este caballero y a mí a donde vive tu padre; íbamos allí. ¿Qué contiene esa botella que llevas en la mano?
-¿Ginebra? -preguntó el señor Bounderby.
-¡Oh, de ninguna manera, señor! Llevo en ella los nueve aceites.
-¿Los qué...? -exclamó el señor Bounderby.
-Los nueve aceites, señor, para dar friegas con ellos a mi padre.
El señor Bounderby lanzó una carcajada breve y sonora, y dijo:
-¿Y con qué objeto das friegas a tu padre con los nueve aceites?
-Porque es el remedio que emplea nuestra gente cuando se lastima trabajando en la pista-contestó la muchacha, mirando por encima del hombro para asegurarse de que su perseguidor se había marchado-. A veces se producen magulladuras muy dolorosas.
-Se lo tienen bien ganado, por vagos -dijo el señor Bounderby.
La muchacha le miró a la cara con una mezcla de asombro y de temor.
-¡Voto a tal! -prosiguió Bounderby-. Cuando yo tenía cuatro o cinco años menos que tú llevaba el cuerpo con magulladuras que no se hubieran curado con friegas de los nueve, de los veinte ni de los cuarenta aceites. Y no me las ganaba adoptando actitudes en el circo, sino saliendo de todas partes a puntapiés. Yo no bailaba en la cuerda floja; bailaba en el duro suelo a cordelazos.
Aunque el señor Gradgrind era hombre duro de corazón, no llegaba ni con mucho a la dureza del señor Bounderby. Bien mirado, no carecía de compasión; acaso habría llegado incluso a ser un hombre simpático si hubiese cometido algunos años antes algún error garrafal en los cálculos aritméticos y este error hubiese equilibrado sus tendencias. Por eso, al entrar en una carretera estrecha, dijo a la muchacha en tono que pretendía ser tranquilizador:
-De modo que esto es Pods End, ¿verdad, Jupe?
-Esto es, señor, y si me permitís, ya estamos en casa.
Se detuvo a la luz crepuscular, junto a la puerta de una taberna pequeña que estaba alumbrada por luces rojas y mortecinas. La taberna parecía tan decaída y desaseada como si, a fuerza de beber ella misma, hubiese seguido el camino de todos los borrachos y no anduviese ya lejos del desenlace.
- No tenéis más que cruzar la cantina, señor, subir por las escaleras, si no os parece mal, y esperar un instante a que yo encienda una vela. Si oís ladrar a un perro, señor, no os preocupéis, es Patas Alegres, y no hace otra cosa que ladrar.
- ¡Conque Patas Alegres y los nueve aceites! -dijo el señor Bounderby, entrando el último, acompañado de su metálica risa-. ¡Bueno va todo esto para un hombre como yo, que se ha formado por su propio esfuerzo!